Es
difícil que alguien se tome en serio una crítica literaria cuando su primera
referencia es el “Selecciones del Reader’s Digest”, ya lo sé. Pero fue en dicho
prontuario de devoción capitalista donde descubrí, allá por finales de los años
setenta, a Pitigrilli (Turín, 1893). Entre artículos tan interesantes como “Yo,
el hígado” y docenas de chistes
anticomunistas, se publicitaba una colección de novelas humorísticas entre las
que destacaba alguna que luego supe obra maestra (“El hombre que fue jueves”),
rodeada de otras que hoy han caído en el olvido, salidas de plumas tan
inenarrables como las de Álvaro de Laiglesia (“Yo soy Fulana de Tal”) o el
temible Ángel Palomino (“Madrid, costa Fleming”: ¡qué obsesión con el puterío
tenían aquellos escritorzuelos falangistas!). Con los años intenté encontrar
algo de Pitigrilli, pues me intrigaban algunos de los hiperbólicos elogios que
le dedicaban sus colegas, pero no hubo forma, había desaparecido de las librerías
españolas. Y hete aquí que, en una casa rural que habíamos alquilado para
sobrellevar el fin de semana, di con “Siete delitos”, publicado allá por 1972
en la (suspiro de nostalgia) remota colección “La Nariz”, de la Editorial
Planeta, el último refugio del humor inteligente antes de ser desalojado de
nuestro menú por las casetes de Arévalo. El gusto por la paradoja (muy
chestertoniano) está presente en la nouvelle que da título al volumen, así como
en los relatos breves que lo completan, y que nos descubren a un autor cínico y
cosmopolita, poco apegado al humor de garrafón, y que en algunos textos podría
pasar por un Borges al que se le hubiera ido la mano con el Campari. Más
ingenioso que divertido, Pitigrilli ha quedado deliciosamente obsoleto, engrosando
la lista de aquellos autores cuyos libros solo pueden encontrarse en las
alacenas de las casas rurales, puestos allí por el propietario para hacer bulto, convencido de que nadie se los va a robar.
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