miércoles, 17 de diciembre de 2014

"Siete delitos", de Pitigrilli (ed. Planeta, 1972)

            Es difícil que alguien se tome en serio una crítica literaria cuando su primera referencia es el “Selecciones del Reader’s Digest”, ya lo sé. Pero fue en dicho prontuario de devoción capitalista donde descubrí, allá por finales de los años setenta, a Pitigrilli (Turín, 1893). Entre artículos tan interesantes como “Yo, el hígado”  y docenas de chistes anticomunistas, se publicitaba una colección de novelas humorísticas entre las que destacaba alguna que luego supe obra maestra (“El hombre que fue jueves”), rodeada de otras que hoy han caído en el olvido, salidas de plumas tan inenarrables como las de Álvaro de Laiglesia (“Yo soy Fulana de Tal”) o el temible Ángel Palomino (“Madrid, costa Fleming”: ¡qué obsesión con el puterío tenían aquellos escritorzuelos falangistas!). Con los años intenté encontrar algo de Pitigrilli, pues me intrigaban algunos de los hiperbólicos elogios que le dedicaban sus colegas, pero no hubo forma, había desaparecido de las librerías españolas. Y hete aquí que, en una casa rural que habíamos alquilado para sobrellevar el fin de semana, di con “Siete delitos”, publicado allá por 1972 en la (suspiro de nostalgia) remota colección “La Nariz”, de la Editorial Planeta, el último refugio del humor inteligente antes de ser desalojado de nuestro menú por las casetes de Arévalo. El gusto por la paradoja (muy chestertoniano) está presente en la nouvelle que da título al volumen, así como en los relatos breves que lo completan, y que nos descubren a un autor cínico y cosmopolita, poco apegado al humor de garrafón, y que en algunos textos podría pasar por un Borges al que se le hubiera ido la mano con el Campari. Más ingenioso que divertido, Pitigrilli ha quedado deliciosamente obsoleto, engrosando la lista de aquellos autores cuyos libros solo pueden encontrarse en las alacenas de las casas rurales, puestos allí por el propietario para hacer bulto, convencido de que nadie se los va a robar.  




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