viernes, 19 de diciembre de 2014

¿Un nuevo género audiovisual?

             Suelo llegar tarde a todo. No, no se trata de una confesión tipo Impuntuales Anónimos, es otra cosa más, euh, conceptual. Sin necesidad de entrar en el análisis de mis vicisitudes existenciales (que, por otra parte, no interesan a nadie), reconozco que en materia de modas culturales siempre estoy muchos pasos por detrás de esos enterados que olfatean las tendencias más novedosas (¡por allí resopla!) y se lanzan en su estela abandonando la que hasta aquel mismo momento constituía su identidad y que en cuestión de minutos queda obsoleta y caduca. No es mi caso, yo suelo llegar tarde a todo, repito ¿Ejemplos? Todos los que queráis: escritores que solamente leo cuando les dan el Premio Nobel, cineastas a los que empiezo a frecuentar inducido por la vehemencia de los panegíricos que les dedican, grupos musicales cuyo CD me compro justo en el momento en el que se anuncia su disolución. Vaya, hombre, me digo, a ver si la próxima vez estoy más espabilado. Pero no, es como si me empeñara en untar de crema retardante las fanfarrias que anuncian la salida al mercado de algún producto cultural, esperando que el transcurso del tiempo lo decante. Yo soy así, qué le vamos a hacer, alguna virtud tendré.

            Por lo tanto, no ha de sorprender que también descubriera a calendario pasado esa nueva forma de narración audiovisual que suele asociarse al canal de televisión por cable y satélite HBO, propiedad del gigante de la comunicación Time Warner. Bueno, a ver, maticemos: mi desdén por la no sé si mal llamada “caja tonta” (quizás provocado porque he trabajado en ella casi ocho años) me impidió, en un principio, interesarme por la tonelada de adjetivos laudatorios que prácticamente todos los críticos de cine y TV derramaban sobre las producciones de dicha cadena estadounidense. “Un nuevo género narrativo”, aseguraban algunos. “El futuro de la industria audiovisual”, requintaban otros. Según dictaminaban los expertos, con las carteleras cada vez más orientadas hacia un público adolescente cuando no directamente infantil, la narrativa cinematográfica de calidad parecía refugiarse en este nuevo modelo, híbrido de cine y televisión. De ésta última habría heredado la división en capítulos (con una duración casi estandarizada de una hora, frente a los 25 minutos aproximados de las sitcom), la emisión semanal y la programación por temporadas (siempre y cuando el producto gozase del apoyo de la audiencia, circunstancia cada vez más difícil de asegurar a priori). De cine adopta un sistema de trabajo y unos criterios de calidad (en todos los aspectos: guión, casting, fotografía, música, ambientación, y, especialmente, presupuesto) muy alejados de la ramplonería que tanto abunda en la televisión. Bueno, bueno, decía yo al leer esa catarata de ditirambos, ya será menos: dicho novísimo género ya estaba inventado muchos años atrás, desde que los británicos (¡un hurra por esa panda de excéntricos comedores de sándwiches de pepino y bebedores de cerveza tibia!) nos regalaran aquellas dos maravillas que fueron “Yo, Claudio” (de 1976) y, cinco años después, “Retorno a Brideshead”, dos producciones de altísima calidad que un adolescente JCM vio arrobado, hasta tal punto que, tras el visionado de la segunda, hasta se planteó la posibilidad de hacerse homosexual, posibilidad que desechó con prontitud, para inmensa alegría de su novia de entonces. Ambas series respondían a dos modelos ya muy consolidados: la edificante historia del emperador tartamudo era, en realidad, teatro filmado, mientras que la versión de la obra de Evelyn Waugh entroncaba en la tradición de irreprochables adaptaciones televisivas que, ya por aquella época (y salvando todas las distancias), abarrotaban TVE con las obras de Vicente Blasco Ibáñez (“Cañas y barro”), de Gonzalo Torrente Ballester (“Los gozos y las sombras”) o de Emilia Pardo Bazán (“Los pazos de Ulloa”). Concebidas como un todo planificado, con el principio y el final perfectamente delimitados en una única temporada, y basadas en textos de reconocida solvencia, se trataba de series muy literarias a la par que respetuosas con los códigos de la televisión, entrañables antiguallas de aquel idílico mundo antes de internet, y que de vez en cuando reponen para que nos emborrachemos (snif) de nostalgia analógica.

    Damos un salto en el tiempo, y nos plantamos a comienzo de los años noventa del siglo pasado, en la antesala de la década más anodina que imaginarse pueda, y que abarca desde la caída del muro hasta el derrumbamiento del World Trade Center. En 1990, ese marciano que responde (cuando quiere) al nombre de David Lynch asombra al mundo con una de sus criaturas más extrañas (lo cual tiene mucho mérito,  teniendo en cuenta cómo es su camada): la serie televisiva “Twin Peaks”. No hablaré mucho de ella, pues también me la perdí (ahora no me acuerdo porqué, supongo que tendría algo que hacer), pero el misterioso asesinato de Laura Palmer y las vicisitudes de su investigación vinieron envueltas en un novedoso formato: la idea original de Lynch (concebida ex profeso para este proyecto: nada de resguardarse en clásicos literarios) fue desarrollada en treinta episodios divididos en dos temporadas, una especie de work in progress que iba creciendo en virtud de los guionistas (el autor solo escribió y dirigió el primer episodio de cada temporada) que iban haciéndose cargo de la trama. El colosal éxito de “Twin Peaks” revolucionó muchos de los apriorismos que separan el cine de la televisión, y es la fuente primigenia de la que abrevan, con mayor o menor fortuna, las series de la HBO.

            Pasaron los años, doblamos el cabo del nuevo milenio, vivimos acontecimientos históricos y también banales (más de estos últimos que de los primeros), todo se volvió sospechosamente digital. El camino trazado por Lynch empezó a ser frecuentado por iniciativas como “Perdidos”, de enorme éxito por lo que oído decir, que yo tampoco la vi (¿he dicho ya que por razones que desconozco soy incapaz de detectar el zeitgeist cultural, por mucho ruido que haga?), y, especialmente, “Los Soprano” (¡os juro que ésta la veré en cuanto pueda, anda que no me gustan a mí las de la Mafia!), que consolidaron un género que hoy, contrariamente a lo que sucede con el séptimo arte, vive momentos de esplendor.

            No seamos ingenuos: no son solo razones artísticas las que condujeron a la implantación de este nuevo formato. Llamadme cínico si queréis, pero las imperiosas necesidades de rentabilidad comercial y las nuevas reglas del mercado audiovisual (el dinero, vaya) también tuvieron mucho que ver con este feliz acontecimiento. Obviamente, el enorme desembolso económico que supondrán estas series solo está al alcance de potentes cadenas de entretenimiento (y desde luego muy lejos de las asfixiadas arcas de las televisiones públicas europeas), y la progresiva desafección del espectador a desplazarse a las salas de cine, pudiendo tener en casa su espectáculo favorito, también ha contribuido. Supongo (pero ahí sí que no me atrevo a afirmar nada, soy lego en la materia) que también ayudará que estas series, al estar destinadas a un público más maduro (y por tanto con mayor nivel de ingresos) que las películas que se estrenan hoy en día (mayoritariamente concebidas para adolescentes), son menos pirateadas: es una hipótesis que no puedo argumentar con datos fiables, eso que conste, pero me huelo que algo de eso hay.

            Pero llegamos al día en el que, por fin, me decido a ver mi primera serie HBO. Bueno, no voy a mentir: no lo decidí yo, mi novia se empeñó en que la viera. Llamadme calzonazos si queréis, pero es así. Elvira ya había disfrutado la primera temporada (estrenada en abril de 2011), la tenía grabada, se había leído los libros de George R.R. Martin en los que estaba basada, y se ve que le salía más a cuenta volver a verla conmigo antes que (no cito textualmente, es una recreación) soportar mis rollos de después de cenar. Las cifras que había leído sobre el rodaje de “Juego de tronos” eran, sencillamente mareantes: la primera temporada había costado 60 millones de dólares (solo el episodio piloto se había elevado hasta los diez millones), el censo de los personajes principales excedía al del Orfeón Donostiarra y los Sabandeños juntos, tenía localizaciones en Marruecos, Islandia, Irlanda, Croacia... En fin, la repanocha. Pero como los manuales de armonía doméstica (mi favorito es “The Modern Couple Holistic Blissfulness Syllabus”) recomiendan hacer cosas juntos, pues accedí (eso sí, no pude por menos que mascullar que a ver cuándo íbamos al Calderón para compensar).

        Reconozco que tardé un par de capítulos hasta que entré en materia: no soy aficionado a lo fantástico, y las ficciones ambientadas en la Edad Media (o lo que los norteamericanos entienden por Edad Media, eso que llaman Sword & Sorcery) terminan por estragarme, los castillos y las armaduras me dejan un poco frío. Pero como vimos la primera temporada en una semana, a razón de dos capítulos por noche, no tardé en apreciar las ventajas que ofrecía esta nueva fórmula: personajes más complejos, posibilidad de aumentar las tramas (que en los libros, según me contaba Elvira, son casi innumerables), apabullante dirección artística, un guión escrito a cuchillo y lleno de frases memorables… Para mi tranquilidad, los elementos fantásticos estaban dosificados con cuentagotas, y me agradó comprobar que la serie rompía una regla no escrita de la narración: los personajes principales dejaban de ser intocables, y podían morir en cualquier momento. David Benioff y D.B. Weiss eran los creadores y productores ejecutivos (y guionistas, junto con otros, entre ellos el propio George R.R.Martin) de la serie en cuanto producto televisivo, los showrunners, por utilizar un término diseñado casi ex profeso para este nuevo género. Hum, un cambio sutil, pero interesante: si en las películas convencionales el impulso motriz corre de la cuenta de los productores, en “Juego de tronos” y en otras series de la HBO son los escritores los que crean el concepto. Hasta cierto punto tiene su lógica, habida cuenta la preponderancia del guión en el acabado final. Y a fe mía que no defraudaba: tras el reclamo de los dragones y las matanzas latía un grand guignol sangriento trufado de reflexiones sobre la política y la sociedad que podrían haber firmado Maquiavelo o Hobbes, y en el que no se edulcoraba ni el sexo ni el lenguaje altamente ofensivo. Los actores, ninguno de los cuales era excesivamente conocido antes de empezar la grabación (la única cara medianamente famosa, y eso sería mucho decir, era la de Sean Bean, conocido por su papel de Boromin en “El señor de los Anillos”), están a la altura del esfuerzo presupuestario, y la respuesta popular fue, sencillamente, entusiástica: baste decir que Pablo Iglesias cita con frecuencia la serie (más que los libros en la que está basada) a la hora de ejemplificar en qué consiste la descarnada lucha por el poder (hemos pasado de la lucha de clases a la lucha de clanes: o tempora, o mores…).

            Pero volvamos a “Juego de tronos”. O, más exactamente, volvamos a mis peripecias con la serie. Si el visionado de la primera temporada me ofreció todas las ventajas del nuevo formato, las tres temporadas siguientes tuve que  padecer el único inconveniente que lo ensombrece: se me obligó a plegarme a los horarios dispuestos por los programadores de Canal Plus y organizar mi caótica vida para estar cada lunes, a las diez y media de la noche, frente al televisor. No se trata de una cuestión de indocilidad: cuando entro en una sala de cine asumo que la trama que me va a ser propuesta podrá ser más o menos simple, más o menos compleja, pero voy a disfrutar sin interrupciones de la habilidad (o voy a padecer la torpeza) con la que ha sido resuelta. Llamadme puntilloso, pero yo soy así: más que el prurito de mantener la emoción o el suspense, entiendo que lo que está en juego es la atmósfera que rodea a toda narración como la nube rodea al cerro, y entiendo que tan sutil envoltorio se pierde si dejas que transcurra una semana entre uno y otro capítulo. En las series de antaño, menos ambiciosas y con unos personajes más estereotipados, esa atmósfera no tenía fecha de caducidad, no había desarrollo dramático que hubiese alterado sustancialmente el núcleo de la narración: los seis protagonistas de “Friends” eran, en el último capítulo de la serie, básicamente los mismos que habían comenzado muchas temporadas atrás. En “Juego de tronos”, gracias a su riqueza argumental, los personajes van cambiando, van fluyendo al compás de las tramas, y una cesura (aunque sea solo de una semana) es tan mortífera como podría serlo una siesta del cocinero para la pormenorizada elaboración de un guiso. Por resumir: vi con agrado (con mucho agrado incluso) las temporadas segunda, tercera y cuarta en su exhibición semanal por Canal Plus, pero sentí que esa cita demorada de los lunes alteraba mi  percepción de la serie, la hacía más liviana, menos compacta. Quizás esté siendo demasiado pejiguero (me lo dicen mucho), qué le vamos a hacer…

            Otra cosa no, pero yo aprendo de mis errores (a pesar de lo que diga quien yo me sé). Por lo tanto, cuando comencé a escuchar las virtudes de “True Detective” ya estaba avisado, y  me negué a ver la serie cuando fue estrenada (en enero de 2014) y aguardé, con la paciencia con la que la libélula espera el amanecer del loto sobre el estanque a medio desecar (no me preguntéis qué demonios quiere decir esto: se lo he escuchado a Deepak Chopra en una cassete que compré en una gasolinera, supongo que tendrá algún significado así como oriental). A lo que vamos: alquilé la famosa serie, concebida por el novelista Nic Pizzolatto (que, y esto es una novedad, firma todos los guiones) y dirigida por Cary Fukunaga (que, en aras de mantener la coherencia visual, se ha encargado de todos los capítulos). Ocho episodios, calculé, a dos por noche. Fue curioso: al organizarme así las próximas cuatro noches de mi vida te das cuenta que vas a crear un vínculo casi personal con unos personajes de ficción y con el creador que les dio a luz, una relación que va más allá del mero entretenimiento, anulas la posibilidad de salir esas noches al teatro o a tomar copas (ya no digamos el adulterio o encabezar una revolución), te entregas y, por tanto, elevas el nivel de exigencia. Hum, pensé mientras le daba al play, lo mismo me estoy excediendo en expectativas, y eso no conviene, ya lo creo que no.

            Ambientada en las zonas rurales del sur de Louisiana, infectadas de manglares y de fanáticos religiosos, “True Detective” nos cuenta, en tres rodajas temporales bien definidas, la historia de una pareja de policías, el terrenal Martin Hart, encarnado por Woody Harrelson, y el muy pirado Rustin “Rust” Cohle, al que presta cara Matthew McConaughey, en una interpretación que le ha valido todo tipo de alabanzas. Sabiamente barajadas, las tres tramas temporales completan el puzle de un asesinato ritual que Martin y Rust resolvieron en 1995, y al que seguirá la pelea entre ambos de 2002 (sí, hay una mujer de por medio, cómo no) y su inesperado reencuentro en 2010, en circunstancias que no revelaré para no incurrir en eso que ahora se llama “spoiler”.

            No lo haré si desvelo el, para mí (y en eso no creo ser demasiado original) mayor atractivo de la serie: la fascinante mezcla de marine justiciero y sociópata atiborrado de malas lecturas de Cioran que desempeña McConaughey. Rozando siempre la sobreactuación (y cayendo a veces en ella: qué coño, parece decirse, vale ya de introspección), y gracias a unos rasgos que con los años se han ido puliendo como guijarros de río, el antiguo niño bonito de Hollywood nos suministra uno de esos personajes que, por sí solo, elevan una trama por otra parte no excesivamente original, y que se apoya en ese McGuffin que son los asesinos en serie, verdadera bendición para los guionistas perezosos. Las reflexiones del detective Cohle, que bien podrían venir firmadas por un Nietzsche al que hubieran impedido cantar bingo por un solo número, y su actitud disolvente ante los valores que idolatra, bien es verdad que a borbotones, su colega Hart son lo más novedoso de la serie, y suplen con creces el cansancio que provoca en el espectador el enésimo crimen pseudosatánico que asoma a la pantalla. Una cuidadosa fotografía y una banda sonora (firmada por T-Bone Burnett) que recuerda a un tenedor raspando una pizarra dan lustre a un producto de cejas altas, poco apropiado para compartir con los niños una tarde de domingo.

            Repito: yo llego tarde, pero cuando llego, me quedo. Es decir, que tras ver “Juego de tronos” y “True Detective” ya me siento autorizado a dar mi opinión sobre este nuevo formato. Que está bien, no digo yo que no, pero dejadme que añore el ejercicio de precisión al que se ven obligados los cineastas a los que vamos a llamar tradicionales, constreñidos a embridar su supuesto torrente creativo en una duración determinada de minutos, normalmente alrededor de cien, últimamente media hora más (¿querrá eso decir que los directores y guionistas de hoy en día tienen más ideas que los de antaño?: permitidme que lo dude). Mucho me temo que los showrunners de la HBO, sabiendo que carecen de tal barrera, inevitablemente tenderán a la prolijidad superflua y al manierismo. Sin ir más lejos, en la muy ajustada “True Detective”, las piruetas verbales de Rust fascinan al principio (¡un librepensador rabiosamente ateo en pleno Bible Belt!), pero poco a poco se convierten en redundantes: eh, me vi obligado a apostrofar al aparato de televisión, que ya lo he pillado. Es más, parece obvio que todo el concepto de la serie podría haberse contenido en una película convencional sin tener que sacrificar su esencia (aunque admito que la selva argumental de “Juego de Tronos” no sería fácil de llevar a las salas de cine).

            ¿Conclusión? Bueno, yo no soy muy de conclusiones, yo soy más de finales abiertos. Pero si me preguntan por las bondades de este nuevo género televisivo que tantos parabienes concita, os rogaría que me lo preguntaseis dentro de tres meses y medio: acabo de alquilarme las dos primeras temporadas de “Mad Men”, todas las de “The Wire”, las chorrocientas de “Los Soprano”, “Roma”, “The Walking Dead”, “House of Cards”… Yo, cuando me documento, me documento.        

2 comentarios:

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  2. PS: hay noticias de que ya se está rodando la segunda temporada de "True Detective". Crucemos los dedos para que siga McConnaughey...

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