Suelo
llegar tarde a todo. No, no se trata de una confesión tipo Impuntuales
Anónimos, es otra cosa más, euh, conceptual. Sin necesidad de entrar en el
análisis de mis vicisitudes existenciales (que, por otra parte, no interesan a
nadie), reconozco que en materia de modas culturales siempre estoy muchos pasos
por detrás de esos enterados que olfatean las tendencias más novedosas (¡por
allí resopla!) y se lanzan en su estela abandonando la que hasta aquel mismo
momento constituía su identidad y que en cuestión de minutos queda obsoleta y
caduca. No es mi caso, yo suelo llegar tarde a todo, repito ¿Ejemplos? Todos
los que queráis: escritores que solamente leo cuando les dan el Premio Nobel,
cineastas a los que empiezo a frecuentar inducido por la vehemencia de los
panegíricos que les dedican, grupos musicales cuyo CD me compro justo en el
momento en el que se anuncia su disolución. Vaya, hombre, me digo, a ver si la
próxima vez estoy más espabilado. Pero no, es como si me empeñara en untar de crema
retardante las fanfarrias que anuncian la salida al mercado de algún producto
cultural, esperando que el transcurso del tiempo lo decante. Yo soy así, qué le
vamos a hacer, alguna virtud tendré.
Por
lo tanto, no ha de sorprender que también descubriera a calendario pasado esa
nueva forma de narración audiovisual que suele asociarse al canal de televisión
por cable y satélite HBO, propiedad del gigante de la comunicación Time Warner.
Bueno, a ver, maticemos: mi desdén por la no sé si mal llamada “caja tonta”
(quizás provocado porque he trabajado en ella casi ocho años) me impidió, en un
principio, interesarme por la tonelada de adjetivos laudatorios que
prácticamente todos los críticos de cine y TV derramaban sobre las producciones
de dicha cadena estadounidense. “Un nuevo género narrativo”, aseguraban
algunos. “El futuro de la industria audiovisual”, requintaban otros. Según
dictaminaban los expertos, con las carteleras cada vez más orientadas hacia un
público adolescente cuando no directamente infantil, la narrativa
cinematográfica de calidad parecía refugiarse en este nuevo modelo, híbrido de
cine y televisión. De ésta última habría heredado la división en capítulos (con
una duración casi estandarizada de una hora, frente a los 25 minutos aproximados
de las sitcom), la emisión semanal y la programación por temporadas (siempre y
cuando el producto gozase del apoyo de la audiencia, circunstancia cada vez más
difícil de asegurar a priori). De cine adopta un sistema de trabajo y unos
criterios de calidad (en todos los aspectos: guión, casting, fotografía,
música, ambientación, y, especialmente, presupuesto) muy alejados de la
ramplonería que tanto abunda en la televisión. Bueno, bueno, decía yo al leer
esa catarata de ditirambos, ya será menos: dicho novísimo género ya estaba
inventado muchos años atrás, desde que los británicos (¡un hurra por esa panda
de excéntricos comedores de sándwiches de pepino y bebedores de cerveza tibia!)
nos regalaran aquellas dos maravillas que fueron “Yo, Claudio” (de 1976) y, cinco
años después, “Retorno a Brideshead”, dos producciones de altísima calidad que
un adolescente JCM vio arrobado, hasta tal punto que, tras el visionado de la
segunda, hasta se planteó la posibilidad de hacerse homosexual, posibilidad que
desechó con prontitud, para inmensa alegría de su novia de entonces. Ambas
series respondían a dos modelos ya muy consolidados: la edificante historia del
emperador tartamudo era, en realidad, teatro filmado, mientras que la versión
de la obra de Evelyn Waugh entroncaba en la tradición de irreprochables
adaptaciones televisivas que, ya por aquella época (y salvando todas las
distancias), abarrotaban TVE con las obras de Vicente Blasco Ibáñez (“Cañas y
barro”), de Gonzalo Torrente Ballester (“Los gozos y las sombras”) o de Emilia
Pardo Bazán (“Los pazos de Ulloa”). Concebidas como un todo planificado, con el
principio y el final perfectamente delimitados en una única temporada, y
basadas en textos de reconocida solvencia, se trataba de series muy literarias
a la par que respetuosas con los códigos de la televisión, entrañables
antiguallas de aquel idílico mundo antes de internet, y que de vez en cuando
reponen para que nos emborrachemos (snif) de nostalgia analógica.
Damos
un salto en el tiempo, y nos plantamos a comienzo de los años noventa del siglo
pasado, en la antesala de la década más anodina que imaginarse pueda, y que
abarca desde la caída del muro hasta el derrumbamiento del World Trade Center. En
1990, ese marciano que responde (cuando quiere) al nombre de David Lynch
asombra al mundo con una de sus criaturas más extrañas (lo cual tiene mucho
mérito, teniendo en cuenta cómo es su
camada): la serie televisiva “Twin Peaks”. No hablaré mucho de ella, pues
también me la perdí (ahora no me acuerdo porqué, supongo que tendría algo que
hacer), pero el misterioso asesinato de Laura Palmer y las vicisitudes de su
investigación vinieron envueltas en un novedoso formato: la idea original de
Lynch (concebida ex profeso para este proyecto: nada de resguardarse en
clásicos literarios) fue desarrollada en treinta episodios divididos en dos
temporadas, una especie de work in
progress que iba creciendo en virtud de los guionistas (el autor solo
escribió y dirigió el primer episodio de cada temporada) que iban haciéndose
cargo de la trama. El colosal éxito de “Twin Peaks” revolucionó muchos de los
apriorismos que separan el cine de la televisión, y es la fuente primigenia de
la que abrevan, con mayor o menor fortuna, las series de la HBO.
Pasaron
los años, doblamos el cabo del nuevo milenio, vivimos acontecimientos
históricos y también banales (más de estos últimos que de los primeros), todo
se volvió sospechosamente digital. El camino trazado por Lynch empezó a ser
frecuentado por iniciativas como “Perdidos”, de enorme éxito por lo que oído
decir, que yo tampoco la vi (¿he dicho ya que por razones que desconozco soy
incapaz de detectar el zeitgeist
cultural, por mucho ruido que haga?), y, especialmente, “Los Soprano” (¡os juro
que ésta la veré en cuanto pueda, anda que no me gustan a mí las de la Mafia!),
que consolidaron un género que hoy, contrariamente a lo que sucede con el
séptimo arte, vive momentos de esplendor.
No
seamos ingenuos: no son solo razones artísticas las que condujeron a la
implantación de este nuevo formato. Llamadme cínico si queréis, pero las
imperiosas necesidades de rentabilidad comercial y las nuevas reglas del mercado
audiovisual (el dinero, vaya) también tuvieron mucho que ver con este feliz
acontecimiento. Obviamente, el enorme desembolso económico que supondrán estas
series solo está al alcance de potentes cadenas de entretenimiento (y desde
luego muy lejos de las asfixiadas arcas de las televisiones públicas europeas),
y la progresiva desafección del espectador a desplazarse a las salas de cine,
pudiendo tener en casa su espectáculo favorito, también ha contribuido. Supongo
(pero ahí sí que no me atrevo a afirmar nada, soy lego en la materia) que
también ayudará que estas series, al estar destinadas a un público más maduro
(y por tanto con mayor nivel de ingresos) que las películas que se estrenan hoy
en día (mayoritariamente concebidas para adolescentes), son menos pirateadas:
es una hipótesis que no puedo argumentar con datos fiables, eso que conste,
pero me huelo que algo de eso hay.
Pero
llegamos al día en el que, por fin, me decido a ver mi primera serie HBO.
Bueno, no voy a mentir: no lo decidí yo, mi novia se empeñó en que la viera.
Llamadme calzonazos si queréis, pero es así. Elvira ya había disfrutado la
primera temporada (estrenada en abril de 2011), la tenía grabada, se había
leído los libros de George R.R. Martin en los que estaba basada, y se ve que le
salía más a cuenta volver a verla conmigo antes que (no cito textualmente, es
una recreación) soportar mis rollos de después de cenar. Las cifras que había
leído sobre el rodaje de “Juego de tronos” eran, sencillamente mareantes: la
primera temporada había costado 60 millones de dólares (solo el episodio piloto
se había elevado hasta los diez millones), el censo de los personajes
principales excedía al del Orfeón Donostiarra y los Sabandeños juntos, tenía
localizaciones en Marruecos, Islandia, Irlanda, Croacia... En fin, la
repanocha. Pero como los manuales de armonía doméstica (mi favorito es “The
Modern Couple Holistic Blissfulness Syllabus”) recomiendan hacer cosas juntos,
pues accedí (eso sí, no pude por menos que mascullar que a ver cuándo íbamos al Calderón para compensar).
Reconozco
que tardé un par de capítulos hasta que entré en materia: no soy aficionado a lo
fantástico, y las ficciones ambientadas en la Edad Media (o lo que los
norteamericanos entienden por Edad Media, eso que llaman Sword & Sorcery) terminan por estragarme, los castillos y las
armaduras me dejan un poco frío. Pero como vimos la primera temporada en una
semana, a razón de dos capítulos por noche, no tardé en apreciar las ventajas
que ofrecía esta nueva fórmula: personajes más complejos, posibilidad de
aumentar las tramas (que en los libros, según me contaba Elvira, son casi
innumerables), apabullante dirección artística, un guión escrito a cuchillo y
lleno de frases memorables… Para mi tranquilidad, los elementos fantásticos
estaban dosificados con cuentagotas, y me agradó comprobar que la serie rompía
una regla no escrita de la narración: los personajes principales dejaban de ser
intocables, y podían morir en cualquier momento. David Benioff y D.B. Weiss
eran los creadores y productores ejecutivos (y guionistas, junto con otros,
entre ellos el propio George R.R.Martin) de la serie en cuanto producto
televisivo, los showrunners, por
utilizar un término diseñado casi ex profeso para este nuevo género. Hum, un
cambio sutil, pero interesante: si en las películas convencionales el impulso
motriz corre de la cuenta de los productores, en “Juego de tronos” y en otras
series de la HBO son los escritores los que crean el concepto. Hasta cierto
punto tiene su lógica, habida cuenta la preponderancia del guión en el acabado
final. Y a fe mía que no defraudaba: tras el reclamo de los dragones y las
matanzas latía un grand guignol
sangriento trufado de reflexiones sobre la política y la sociedad que podrían
haber firmado Maquiavelo o Hobbes, y en el que no se edulcoraba ni el sexo ni
el lenguaje altamente ofensivo. Los actores, ninguno de los cuales era
excesivamente conocido antes de empezar la grabación (la única cara
medianamente famosa, y eso sería mucho decir, era la de Sean Bean, conocido por
su papel de Boromin en “El señor de los Anillos”), están a la altura del
esfuerzo presupuestario, y la respuesta popular fue, sencillamente,
entusiástica: baste decir que Pablo Iglesias cita con frecuencia la serie (más
que los libros en la que está basada) a la hora de ejemplificar en qué consiste
la descarnada lucha por el poder (hemos pasado de la lucha de clases a la lucha
de clanes: o tempora, o mores…).
Pero
volvamos a “Juego de tronos”. O, más exactamente, volvamos a mis peripecias con
la serie. Si el visionado de la primera temporada me ofreció todas las ventajas
del nuevo formato, las tres temporadas siguientes tuve que padecer el único inconveniente que lo
ensombrece: se me obligó a plegarme a los horarios dispuestos por los
programadores de Canal Plus y organizar mi caótica vida para estar cada lunes,
a las diez y media de la noche, frente al televisor. No se trata de una
cuestión de indocilidad: cuando entro en una sala de cine asumo que la trama
que me va a ser propuesta podrá ser más o menos simple, más o menos compleja,
pero voy a disfrutar sin interrupciones de la habilidad (o voy a padecer la
torpeza) con la que ha sido resuelta. Llamadme puntilloso, pero yo soy así: más
que el prurito de mantener la emoción o el suspense, entiendo que lo que está
en juego es la atmósfera que rodea a toda narración como la nube rodea al
cerro, y entiendo que tan sutil envoltorio se pierde si dejas que transcurra
una semana entre uno y otro capítulo. En las series de antaño, menos ambiciosas
y con unos personajes más estereotipados, esa atmósfera no tenía fecha de
caducidad, no había desarrollo dramático que hubiese alterado sustancialmente
el núcleo de la narración: los seis protagonistas de “Friends” eran, en el
último capítulo de la serie, básicamente los mismos que habían comenzado muchas
temporadas atrás. En “Juego de tronos”, gracias a su riqueza argumental, los
personajes van cambiando, van fluyendo al compás de las tramas, y una cesura
(aunque sea solo de una semana) es tan mortífera como podría serlo una siesta
del cocinero para la pormenorizada elaboración de un guiso. Por resumir: vi con
agrado (con mucho agrado incluso) las temporadas segunda, tercera y cuarta en
su exhibición semanal por Canal Plus, pero sentí que esa cita demorada de los
lunes alteraba mi percepción de la
serie, la hacía más liviana, menos compacta. Quizás esté siendo demasiado
pejiguero (me lo dicen mucho), qué le vamos a hacer…
Otra
cosa no, pero yo aprendo de mis errores (a pesar de lo que diga quien yo me
sé). Por lo tanto, cuando comencé a escuchar las virtudes de “True Detective”
ya estaba avisado, y me negué a ver la
serie cuando fue estrenada (en enero de 2014) y aguardé, con la paciencia con
la que la libélula espera el amanecer del loto sobre el estanque a medio
desecar (no me preguntéis qué demonios quiere decir esto: se lo he escuchado a
Deepak Chopra en una cassete que compré en una gasolinera, supongo que tendrá
algún significado así como oriental). A lo que vamos: alquilé la famosa serie,
concebida por el novelista Nic Pizzolatto (que, y esto es una novedad, firma
todos los guiones) y dirigida por Cary Fukunaga (que, en aras de mantener la
coherencia visual, se ha encargado de todos los capítulos). Ocho episodios, calculé,
a dos por noche. Fue curioso: al organizarme así las próximas cuatro noches de
mi vida te das cuenta que vas a crear un vínculo casi personal con unos
personajes de ficción y con el creador que les dio a luz, una relación que va
más allá del mero entretenimiento, anulas la posibilidad de salir esas noches
al teatro o a tomar copas (ya no digamos el adulterio o encabezar una
revolución), te entregas y, por tanto, elevas el nivel de exigencia. Hum, pensé
mientras le daba al play, lo mismo me estoy excediendo en expectativas, y eso
no conviene, ya lo creo que no.
Ambientada
en las zonas rurales del sur de Louisiana, infectadas de manglares y de
fanáticos religiosos, “True Detective” nos cuenta, en tres rodajas temporales
bien definidas, la historia de una pareja de policías, el terrenal Martin Hart,
encarnado por Woody Harrelson, y el muy pirado Rustin “Rust” Cohle, al que
presta cara Matthew McConaughey, en una interpretación que le ha valido todo
tipo de alabanzas. Sabiamente barajadas, las tres tramas temporales completan
el puzle de un asesinato ritual que Martin y Rust resolvieron en 1995, y al que
seguirá la pelea entre ambos de 2002 (sí, hay una mujer de por medio, cómo no)
y su inesperado reencuentro en 2010, en circunstancias que no revelaré para no
incurrir en eso que ahora se llama “spoiler”.
No
lo haré si desvelo el, para mí (y en eso no creo ser demasiado original) mayor
atractivo de la serie: la fascinante mezcla de marine justiciero y sociópata
atiborrado de malas lecturas de Cioran que desempeña McConaughey. Rozando
siempre la sobreactuación (y cayendo a veces en ella: qué coño, parece decirse,
vale ya de introspección), y gracias a unos rasgos que con los años se han ido
puliendo como guijarros de río, el antiguo niño bonito de Hollywood nos
suministra uno de esos personajes que, por sí solo, elevan una trama por otra
parte no excesivamente original, y que se apoya en ese McGuffin que son los
asesinos en serie, verdadera bendición para los guionistas perezosos. Las
reflexiones del detective Cohle, que bien podrían venir firmadas por un
Nietzsche al que hubieran impedido cantar bingo por un solo número, y su
actitud disolvente ante los valores que idolatra, bien es verdad que a
borbotones, su colega Hart son lo más novedoso de la serie, y suplen con creces
el cansancio que provoca en el espectador el enésimo crimen pseudosatánico que
asoma a la pantalla. Una cuidadosa fotografía y una banda sonora (firmada por
T-Bone Burnett) que recuerda a un tenedor raspando una pizarra dan lustre a un producto
de cejas altas, poco apropiado para compartir con los niños una tarde de
domingo.
Repito:
yo llego tarde, pero cuando llego, me quedo. Es decir, que tras ver “Juego de
tronos” y “True Detective” ya me siento autorizado a dar mi opinión sobre este nuevo
formato. Que está bien, no digo yo que no, pero dejadme que añore el ejercicio
de precisión al que se ven obligados los cineastas a los que vamos a llamar
tradicionales, constreñidos a embridar su supuesto torrente creativo en una
duración determinada de minutos, normalmente alrededor de cien, últimamente
media hora más (¿querrá eso decir que los directores y guionistas de hoy en día
tienen más ideas que los de antaño?: permitidme que lo dude). Mucho me temo que
los showrunners de la HBO, sabiendo
que carecen de tal barrera, inevitablemente tenderán a la prolijidad superflua
y al manierismo. Sin ir más lejos, en la muy ajustada “True Detective”, las
piruetas verbales de Rust fascinan al principio (¡un librepensador rabiosamente
ateo en pleno Bible Belt!), pero poco
a poco se convierten en redundantes: eh, me vi obligado a apostrofar al aparato
de televisión, que ya lo he pillado. Es más, parece obvio que todo el concepto
de la serie podría haberse contenido en una película convencional sin tener que
sacrificar su esencia (aunque admito que la selva argumental de “Juego de
Tronos” no sería fácil de llevar a las salas de cine).
¿Conclusión?
Bueno, yo no soy muy de conclusiones, yo soy más de finales abiertos. Pero si
me preguntan por las bondades de este nuevo género televisivo que tantos
parabienes concita, os rogaría que me lo preguntaseis dentro de tres meses y
medio: acabo de alquilarme las dos primeras temporadas de “Mad Men”, todas las
de “The Wire”, las chorrocientas de “Los Soprano”, “Roma”, “The Walking Dead”,
“House of Cards”… Yo, cuando me documento, me documento.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarPS: hay noticias de que ya se está rodando la segunda temporada de "True Detective". Crucemos los dedos para que siga McConnaughey...
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