Coges el
coche. Las carreteras solitarias te esperan, allá que te vas. Los árboles, el
cielo inmaculado, las lejanas montañas, el frío de diciembre del que te
resguardas. Vas escuchando a la Velvet (“Who loves the sun”), no sabes si eso
tiene algo que ver, si te predispone: qué más da. Las gasolineras (a eso
íbamos) aparecen de vez en cuando por los lados, es una presencia tosca, de
colores demasiado chillones, pero no me importa: habrá que esperar a la
primavera para que las amapolas se unan a la fiesta.
Súbitamente te acuerdas de
la frase que anoche escribiste en tu cuaderno (“peor que fingir una identidad
es fingir que no se tiene identidad”), y piensas en qué coño habrás querido
decir con eso: te habías bebido media botella de Protos, quizás sea eso. De
repente, al superar una rasante en un camino perdido sonríes: te invade esa
sensación de que todo está bien, de que todo (o casi todo) tiene sentido. Ya no
hace falta seguir, ya has llegado.
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