jueves, 18 de diciembre de 2014

Hoteles de una sola noche

            En mis viajes suelo dormir muchas veces en hoteles de una sola noche. Con los años todos ellos se mezclan en un magma indiferenciado de camas pasajeras y recepcionistas intercambiables, pero si agitas un poco la memoria puedes llegar a singularizarlos, a poner cara a aquel cuarto que, durante unas horas irrepetibles, te sirvió de refugio y afirmación, fue la manifestación palpable de que tenías un lugar en el mundo, un lugar provisional, un lugar puede que postizo, pero lugar al fin y al cabo.

            Esas habitaciones de lance parecen todas iguales al viajero desdeñoso, al viajero que desprecia los hoteles por considerarles la refutación del domicilio, el reverso tenebroso de esa conquista de la civilización que salvaguardan las hipotecas y los planes de jubilación. Pero todos los hoteles de una noche guardan algo, una pequeña sorpresa, una disposición más o menos arbitraria de los elementos, un cuadro equivocado, un espejo al que falta el azogue, el primoroso dibujo de flores con el que se pretende ennoblecer a la plebeya jarra de agua, una ventana que no se abre. Puede que sea el ánimo del viajero quien ponga donde no hay, quien dé lustre a un cuarto espartano. Pero ese cuarto al que tan alegremente se ha calificado de espartano nos ha estado esperando pacientemente tras un día infernal de trenes y polvo, de incomprensiones y comida sulfurosa. Y cuando llegamos a él y dejamos caer la maleta sobre la cama, un orden precario viene a consolarnos, un orden que apenas será un interregno, pues mañana volveremos al círculo sin final de los transportes deslavazados y el calor asesino. Pero durante una noche se nos permite entrar en una disposición espacial a la que no hemos contribuido, pero que nos acepta en su seno sin hacer preguntas.
            No recuerdo ni una sola ocasión (por mucho que haya sido el cansancio, por breve que fuera a ser mi estancia) en que no haya tratado de organizar, siquiera someramente, esa habitación de una noche. Cuanto menos tiempo tenemos más afloran nuestras manías, y el viajero concentra en unos pocos objetos toda una biografía de rarezas. Nos plantamos en mitad del cuarto, miramos con atención, allá que te vamos: pasamos la lámpara de la mesita izquierda a la derecha; exiliamos al fondo del armario ese jarrón pinturero con el que pretenden enaltecer nuestra vista; sacamos al balcón esa silla aviesamente diseñada para mortificar la columna vertebral.  En mi caso, confieso la irreprimible necesidad de buscar una estantería para los libros que se apelotonan en mi maleta, es como si su muda compañía me reconfortara. Si no pesa demasiado cambiamos de lado el sofá, simplemente por la necesidad de demostrar nuestra implicación con esos escasos metros cuadrados que ahora son nuestra patria, una patria sin bandera y que camina de forma irreversible hacia su autodisolución en cuanto recojamos las cosas a la mañana siguiente. Pero no podemos evitar dejar nuestra huella, enmendar la plana al inexistente decorador que ha estipulado que esto va aquí, y aquello va allí: veleidades de autoría. No, de eso nada, durante una noche esta es mi casa, y tiene que reflejar mi cosmovisión. Y por muy pedante que parezca, la cosmovisión también puede expresarse por la forma de colocar las toallas, o de intercambiar la posición de los cuadros. Así está mejor, asentimos al fin.    

            Dormimos tranquilos en los hoteles de una noche. No nos exigen más que un poco de dinero, un acto mercenario por el que nos convertimos en efímeros inquilinos. Mañana vendrán otros a ocupar nuestro sito, a cambiar las cosas a su forma y manera, están en su derecho. Pero al recoger los bártulos, en esa última mirada que echamos a la habitación hay un atisbo de agradecimiento, de tibio cariño. Pocos días después ya la habremos olvidado, incorporándola al centón de hoteles que hemos frecuentado. Pero esa habitación anónima fue nuestro hogar por una noche, una noche en la que quizás sin darnos cuenta fuimos felices. 

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