En mis viajes suelo dormir muchas
veces en hoteles de una sola noche. Con los años todos ellos se mezclan en un
magma indiferenciado de camas pasajeras y recepcionistas intercambiables, pero si
agitas un poco la memoria puedes llegar a singularizarlos, a poner cara a aquel
cuarto que, durante unas horas irrepetibles, te sirvió de refugio y afirmación, fue la manifestación palpable de que tenías un lugar en el mundo,
un lugar provisional, un lugar puede que postizo, pero lugar al fin y al cabo.
Esas habitaciones de lance parecen
todas iguales al viajero desdeñoso, al viajero que desprecia los hoteles por
considerarles la refutación del domicilio, el reverso tenebroso de esa
conquista de la civilización que salvaguardan las hipotecas y los planes de
jubilación. Pero todos los hoteles de una noche guardan algo, una pequeña
sorpresa, una disposición más o menos arbitraria de los elementos, un cuadro
equivocado, un espejo al que falta el azogue, el primoroso dibujo de flores con
el que se pretende ennoblecer a la plebeya jarra de agua, una ventana que no se
abre. Puede que sea el ánimo del viajero quien ponga donde no hay, quien dé
lustre a un cuarto espartano. Pero ese cuarto al que tan alegremente se ha
calificado de espartano nos ha estado esperando pacientemente tras un día
infernal de trenes y polvo, de incomprensiones y comida sulfurosa. Y cuando
llegamos a él y dejamos caer la maleta sobre la cama, un orden precario viene a
consolarnos, un orden que apenas será un interregno, pues mañana volveremos al
círculo sin final de los transportes deslavazados y el calor asesino. Pero
durante una noche se nos permite entrar en una disposición espacial a la que no
hemos contribuido, pero que nos acepta en su seno sin hacer preguntas.
No recuerdo ni una sola ocasión (por
mucho que haya sido el cansancio, por breve que fuera a ser mi estancia) en que
no haya tratado de organizar, siquiera someramente, esa habitación de una
noche. Cuanto menos tiempo tenemos más afloran nuestras manías, y el viajero
concentra en unos pocos objetos toda una biografía de rarezas. Nos plantamos en
mitad del cuarto, miramos con atención, allá que te vamos: pasamos la lámpara
de la mesita izquierda a la derecha; exiliamos al fondo del armario ese jarrón
pinturero con el que pretenden enaltecer nuestra vista; sacamos al balcón esa
silla aviesamente diseñada para mortificar la columna vertebral. En mi caso, confieso la irreprimible
necesidad de buscar una estantería para los libros que se apelotonan en mi
maleta, es como si su muda compañía me reconfortara. Si no pesa demasiado cambiamos
de lado el sofá, simplemente por la necesidad de demostrar nuestra implicación
con esos escasos metros cuadrados que ahora son nuestra patria, una patria sin
bandera y que camina de forma irreversible hacia su autodisolución en cuanto
recojamos las cosas a la mañana siguiente. Pero no podemos evitar dejar nuestra
huella, enmendar la plana al inexistente decorador que ha estipulado que esto
va aquí, y aquello va allí: veleidades de autoría. No, de eso nada, durante una
noche esta es mi casa, y tiene que reflejar mi cosmovisión. Y por muy pedante
que parezca, la cosmovisión también puede expresarse por la forma de colocar
las toallas, o de intercambiar la posición de los cuadros. Así está mejor,
asentimos al fin.
Dormimos tranquilos en los hoteles
de una noche. No nos exigen más que un poco de dinero, un acto mercenario por
el que nos convertimos en efímeros inquilinos. Mañana vendrán otros a ocupar
nuestro sito, a cambiar las cosas a su forma y manera, están en su derecho.
Pero al recoger los bártulos, en esa última mirada que echamos a la habitación
hay un atisbo de agradecimiento, de tibio cariño. Pocos días después ya la
habremos olvidado, incorporándola al centón de hoteles que hemos frecuentado.
Pero esa habitación anónima fue nuestro hogar por una noche, una noche en la
que quizás sin darnos cuenta fuimos felices.
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