Anoche volvió a suceder:
Unamuno se me apareció mientras dormía (bueno, creo que era Unamuno: al principio me pareció Tolstoi, pero hablaba un
castellano jodidamente bueno como para haberlo aprendido en la Berlitz de
turno, la lógica también extiende su jurisdicción al mundo de los sueños), y me
exhortó de nuevo a que escribiera, qué pesado es usted, don Miguel, se nota que
ya no le duele España, se aburre, y tiene que venir a fastidiarme todas las
noches, jovenzuelo insensato, escribir lo es todo, hombre, gracias por lo de
jovenzuelo, pero yo no puedo escribir, es una profesión de monógamos con jersey de cuello de pico, un sacerdocio
laico, formado por personas que ensayan cada mañana el rictus de sorpresa que
van a poner cuando les concedan el premio Planeta (o, en su defecto, el Nobel).
Don Miguel se atusa las barbas (es un gesto muy estudiado, me temo, un gesto de
alguien que quiere hacer saber que piensa en griego y traduce mentalmente al
castellano), maldito diletante, nunca llegarás a nada, cuidadito, Don Miguel,
hasta ahora he respetado sus canas, pero no me ande calentando, no vaya a ser,
no vaya a ser. Has traicionado a aquel adolescente que tanto se enfiebró con la
lectura de “Cien años de soledad”, que se juró abandonar la cómoda autopista de
la vulgaridad para serpentear por el sendero de la creación. ¿Eso dije?, sabía
que era pedante, pero no hasta ese punto. Tú conoces la parábola de los
talentos, ¿verdad?, impío barbudo, no cite la Biblia en vano, además,
últimamente solo leo el Bhagavad-Gita, y Khrisna convence a Arjuna para pelear,
no para convertirse en gacetillero. ¡Calla ya, zoquete!, don Miguel blasfema muy mal, ¡pisaverde!, blasfema como un meapilas, ¡lechuguino!, su ira se dilapida en
gruñidos sin filo. Al final me sorprende con una humorada: me voy a aparecer
hasta que escribas, no, peor aún, voy a espantar todas tus ensoñaciones
marranas, me plantaré en tu umbral onírico y no dejaré entrar a ninguna mujer,
maldición terrible de alguien que inundó el mundo con trece hijos y que ahora
se disuelve en la niebla, justo cuando el despertador decide hacer su reglada
aparición.
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